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Sevilla, 09/09/03

Los silencios de Sevilla

Carlos Colón
CUÁNTA razón tenía nuestro lector, ayer, al comentar en su Carta al director el carácter ruidoso de esta ciudad que tanto presume de los silencios de la Maestranza o de los que se producen en su Semana Santa. Efectivamente, Sevilla es una ciudad intolerablemente ruidosa. En parte por su carácter meridional, en parte por la escasa educación de muchos de sus ciudadanos y en parte también por su poco aprecio de lo confortable. Ignoro si estas tres razones están unidas como causa y efecto -y si por ser meridional la ciudad está condenada al subdesarrollo, a causa de él a padecer graves carencias educativas y por ello a despreciar los placeres más refinados que hacen agradable la vida- o si se trata de una coincidencia.

Lo cierto es que sur y ruido se llevan bien, con independencia a veces hasta del nivel de renta. Los meridionales tendemos a medir la intensidad de nuestra diversión en decibelios: los gritos, músicas estridentes y risas chillonas son la prueba de lo mucho que nos estamos divirtiendo. El silencio, por el contrario, es triste. También despreciamos lo confortable: lo más cutre es lo que más se llena. Resulta revelador que una ciudad como Sevilla carezca casi por completo de espacios públicos en los que sea posible encontrar ese verdadero lujo que une lo silencioso a lo elegante. El dinero, en Sevilla, siempre ha sido basto y ruidoso. Como mucho, ha reservado lo elegante y silencioso a lo privado. No tenemos esos cafés antiguos, esos salones de té o esos restaurantes con historia en los que sólo es posible oír murmullos, roce de lozas y cristal, delicado golpear de cucharillas y cubiertos.

Silencio, árboles y gentes leyendo en terrazas de cafés o bancos del parque son mi indicador personal de la calidad de vida de una ciudad. Sevilla no es muy rica en ninguna de las tres cosas. El sevillano medio encuentra el silencio antipático y opresivo, a los árboles inútiles o hasta dañinos (quitan luz, albergan pajaritos que se hacen caca en sus coches, tapan monumentos, sirven de escala a los cacos) y las estadísticas nos dicen que no es muy amigo de la lectura. El resultado es la ciudad ruidosa, pelona y culturalmente indefensa que tenemos. Hemos convertido en un mito el silencio que en realidad no tenemos, desmaterializando la ciudad en una reacción defensiva muy nuestra. "Los silencios de Sevilla..." dicen quienes practican (practicamos) lo que podría llamarse idealismo defensivo, que mantiene en vida lo muerto, inventa lo inexistente e ignora la realidad. "Los silencios de Sevilla"... dicen mientras los compadres se gritan unos a otros, en los bares hay que dar alaridos para poder hacerse oír, los conductores le dan al claxon con frenesí, la música se pone a todo volumen en los espacios públicos, la movida atruena las plazas y los aparatos de televisión suenan en los descansillos de las escaleras como si no hubiera puertas. Queda el silencio para los patios interiores de nuestra imaginación o nuestra memoria, como un mito, como otra bella y esencializada mentira de esta ciudad que se inventa a sí misma para evitar la dura tarea de verse tal como es y transformarse.

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