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Valladolid, 11/01/04

Sobre ruidos ciudadanos

Los ruidos se ocultan con otros ruidos «a costa de nuestras entendederas: como se puede decir cualquier cosa, resulta que es como si no se dijera nada». Pero uno puede hacerse a todo, y hasta el estruendo de cañones puede parecer puro silencio cuando nos acostumbramos a él.
José Jiménez Lozano / Escritor y periodista
NO es que el Copenhague de Sören Kierkegaard fuera una megápolis de hoy, pero las ciudades siempre han tenido sus ruidos; y; evidentemente aunque sólo fuera el producido por los vehículos de tracción animal, y el vocerío des los vendedores ya resultó ser un problema en algunas ciudades muy antiguas; Pero esto no quiere decir que los oídos llegaran a ser sistemáticamente brutalizados, como hoy en nuestras ciudades, aunque el umbral de percepción auditiva se ha elevado mucho, y, sin duda, no las encontramos tan ruidosas, y pronto las encontraremos silenciosas, porque no oiremos nada que no tenga un alto nivel de decibelios.

El caso es que aquel Copenhague de su tiempo, le parecía ruidoso y trastornador a Kierkegaard, y, por fin, creyó haber hallado una casa que poseía todos los alicientes para una vida sosegada y silenciosa. En la casa, el vecino único de ella trabaja fuera todo el día, y no se podía pedir más. Pero lo que ocurrió fue que el perro de ese vecino sí se quedaba en casa, con la ventana abierta de la habitación donde se encontraba, y mostrando la mayor curiosidad por los más pequeños acontecimientos de la calle, que luego se podía decir que comentaba, en voz alta, para sí mismo o para quienes quisieran escucharle, y siempre muy prolijamente. Y, así, si alguien estornudaba en un tono algo llamativo, o un cochero agitaba un látigo, al pasar, el perro ladraba, y, como había comenzado, continuaba ladrando un buen rato; y, sí era un perro el que pasaba por la calle, entonces los ladridos se enfatizaban, y también eran mucho mas largos y entusiastas.

Ni cuando llegaba la noche cesaban los ruidos, y Kierkegaard anota que se tenía la impresión de un ruido que quería significar algo; y luego oía la voz del sereno que decía en un tono muy alto que allí estaba él vigilando, y no ocurría nada, pero, si se decidía a enterarse de la hora que anunciaba, no lo conseguía, porque entonces el sereno bajaba la voz extraordinariamente. Todo lo cual quería decir que Kierkegaard seguía sumido en un maremagnum de ruidos, que le parecían inútiles y absurdos; en una situación similar a la de quienes oyen tronar cañones cerca. Y es bastante aceptado, escribe, que con el ruido de cañones no se pueda entender (lo que se habla), pero también que cabe habituarse a ese ruido de manera que se puede entender cada palabra.

Luego comenta que los griegos habrían tardado muchísimo tiempo en acostumbrase a ese ruido de cañones, pero que nosotros hablamos en medio de ese ruido de cañones como quien en medio de él dijera que le parece bien, porque es puro silencio. Por la muy sencilla razón de que aquellos griegos antiguos sabían lo que era el silencio, pero nosotros no. Nosotros, sigue diciendo Kierkegaard, cuando oímos pregonar toda una serie de mercancías en el mercado, si prestáramos atención a una sola de las voces, podríamos creer estar en invierno, en primavera o en mitad de verano; pero, si prestamos atención a todas las voces a la vez, entonces tendríamos que pensar que la Naturaleza se ha tornado confusa, y que el mundo no llegará a la Pascua.

Pero, para Kierkegaard mismo, todo esto son tortas y pan pintados, o pura racionalidad y consistencia, si se compara inevitablemente con el ruido añadido, una verdadera algarabía y estruendo, de la llamada vida política moderna, con las múltiples ofertas de embarque en naves salvíficas de las que no se tiene ni idea a qué puerto van a arribar, si es que se dirigen siquiera a algún sitio, porque lo esencial de la política, dice él, es la consideración del hombre como ente estético destinado al instante como simple ejemplar de la masa animal. Exactamente como para el periódico, señala también él, lo que importa es sólo el instante, hinchado, hipostasiado, transfigurado; y de aquí el constante cebo de la modernidad o la promesa. Y, al comunicarse, se extiende rápidamente, como ocurre con el fenómeno del eco, y es la repetición del instante hinchado que no es nada. La política habría abandonado toda racionalidad, imposible de actuarse sobre lo que no tiene ninguna entidad ni consistencia y está diseminado en multitud, cada cual con su verdad relativa, o su no-verdad relativa asimismo, que, sin embargo, quiere imponer o negociar con toda una pluralidad en la que cada uno de sus miembros, por sí o por grupos, pretende lo mismo. Ni se sabe cómo el mundo puede tirar en estas condiciones de Pascua a Pascua, efectivamente. Pero a costa de los oídos, desde luego.

Y a costa de nuestras entendederas. Como se puede decir cualquier cosa, resulta que es como si no se dijese nada, y todo se convierte en puro ruido, que a veces parece que quiere significar algo, pero que en realidad no significa nada, y su naturaleza es poco más o menos la del onomatopéyico y perfectamente vacío verso de Espronceda: el ruido con que rueda la ronca tempestad. Y entonces se aplaude, porque ruido llama a ruido, y vacío a vacío.

Eurípides hablaba un día a los atenienses, y, en un momento dado, éstos comenzaron a aplaudirle; y entonces, por los ojos de Eurípides pasó como un velo de desolación, y preguntó: ¿Es que he dicho alguna tontería para que me aplaudáis tanto? Y no era ninguna 'boutade', ni tampoco que Eurípides desconfiase de la inteligencia de quienes le escuchaban, que no era una masa que aplaude lo que la echen, sino unos cuantos hombres y mujeres que habían ido al teatro, y que sabían muy bien que todo lo que tiene alguna consistencia está rodeado de silencio, y silencio interior produce. Si produjera ruido, cosa de política o diseminación de banalidad sería. Hasta la hora, que ciertamente puede ser algo decisivo, daba en voz baja el sereno de Kierkegaard. Era lo único significativo en la noche, llena de ruidos inútiles y absurdos.

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