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Palma de Mallorca, 08/01/04

El miedo al silencio

Jorge Martí
En nuestra sociedad,que algunos siguen llamando civilizada, el silencio es un lujo que ya no se disfruta.

A todos nos molestan los ruidos que provocan los demás, pero casi todos molestamos a quienes nos rodean con nuestros propios ruidos, a veces sin ser conscientes de que lo hacemos, pero muy a menudo a pesar de serlo, ya que el egoísmo natural del ser humano nos lleva a prescindir por completo de cualquier consideración de respeto por nuestros vecinos.

Por un factor demográfico obvio -cada vez somos más y vivimos más apretados-, unido a la rapacidad infinita de los promotores inmobiliarios, quienes para aumentar sus ya grasos beneficios, han inventado la modalidad de robo que consiste en vender a precio de mármol paredes de viviendas construidas con "pladur", nos hemos habituado a vivir desterrados del paraíso del silencio.

Hoy en día, la suma de ruidos, grandes y pequeños, que se amontonan en el paisaje sonoro de nuestras ciudades forman una especie de colchón bullicioso sobre cuyo fragor constante se desarrolla nuestra vida. Y lo peor es que el ruido crea hábito y quien está acostumbrado a la sesión cotidiana de estrépito que acompaña todos nuestros actos, de día y de noche, con mayor o menor estruendo, según circunstancias que no dependen de nosotros, sino de la acumulación de ruidos de los demás, acaba por no saber vivir sin ruido.

Quiero decir que, aunque todos aspiramos a la paz del silencio, no estoy muy seguro de que supiéramos muy bien qué hacer con él si un día nos fuera devuelto.

Piensen en ese gesto habitual de tantas personas que, cuando llegan a su casa y están solos, lo primero que hacen es encender el televisor, la radio o el aparato de música -eso cuando no los encienden todos a la vez-, no porque estén interesados en escuchar o ver algo en concreto, sino simplemente porque ese silencio de la casa vacía les resulta molesto. Si usted pertenece a ese grupo, no se alarme: sus hábitos son normales. Es un acto reflejo que practica la mayoría de nuestros contemporáneos. Se trata de una enfermedad social extraordinariamente extendida y que ya no tiene remedio: simplemente usted no sabe convivir con el silencio.

Puede seguir haciendo ruido innecesario con total tranquilidad. Total, si no lo hace usted, lo harán sus vecinos en su lugar, o los niñatos que se reunirán a perder el tiempo en el banco que hay a la puerta de su edificio, o el chulito que estacionará su coche justo debajo de su ventana y le dará una lección de música "chunga, chunga" a toda pastilla justo cuando usted esté intentando dormir la siesta.

Porque el silencio no es cómodo para quien no está habituado a él. El silencio nos obliga a convivir con nosotros mismos, a escuchar nuestros miedos y anhelos, no siempre satisfechos, a enfrentarnos a nuestros fantasmas. El silencio invita a la lectura, al pensamiento, a la reflexión, actividades que pronto dejarán de tener significado, por desusadas, y serán desterradas del diccionario. El silencio puede provocar vértigo en la medida que nos incita a tomar conciencia de nosotros mismos como individuos.

El silencio nos estimula a distinguirnos de la masa en un mundo masificado como el nuestro, regido por las modas, en que casi nadie, en el fondo, quiere ser diferente a los demás.

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