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Granada, 29/4/2001

Reflexiones sobre la marcha

¡QUÉ CRUZ!

Ruiz Molinero
Según se informa en IDEAL, Granada es la capital más ruidosa de Andalucía. No sé si también lo será de España, de Europa y hasta del mundo mundial. En esto de estar a la cabeza de cosas que no le gustaría a nadie, tenemos una especial proclividad. Ya que no es cuestión de sugerir que no somos más universales que nadie, es una honra que nos califiquen como los más escandalosos. Ahora mismo, en los próximos días que disfrutaremos del puente del trabajo o el día de la cruz podremos ofrecer a nuestros conciudadanos y visitantes en general un verdadero retablo de ruidos, molestias, olores, gritos, micciones, basuras y demás manifestaciones de la cultura popular que, desde luego, será insuperable.

Escribí hace tiempo –y ahí está en un libro sobre Granada, bella y bestia al mismo tiempo- que el día de la cruz se había convertido en una fiesta del vino y de las meadas, prólogo de lo que luego quedaría institucionalizado los fines de semana como botellón. Las autoridades competentes -¡!- las parecía muy bien incitar a la gente y, especialmente, a los jóvenes, a que se emborracharan en la calle. Los extranjeros se asombraban de cómo circulaba el alcohol libremente por todos sitios y con todas edades. La fiesta báquica era algo tan pintoresco que no tenía parangón en el mundo. Y así lo captaban los japonesitos, máquina de fotografiar en ristre, que, además, sacaban las filas de meones a pleno día, haciendo sus necesidades delante de puertas, fachadas o cualquier lugar acogedor para estos desahogos de la vejiga.

Y, desde luego, como la contaminación ambiental y etílica quedaba incompleta, las dichosas sevillanas a todo volúmen completaban la imagen de una ciudad en fiestas que celebraba así una tradición que empezó vistiendo a niños y niñas de preciosos muñequitos regionales, junto a otras más zagalas e, incluso, maduritas, y acabó en un botellón colectivo que ha servido de modelo a otras fiestas de estas características.

La verdad es que no es sólo cuestión de limitar la fiesta popular en una ciudad a unos días contados. De ninguna manera. Todos los fines de semana hay que celebrarlos porque son cuatro días. Y como no hay nada más inocente que emborracharse, mearse en calles y plazas y originar montones de basura, las dignísimas autoridades, para no hacerse antipáticas, casi se han apuntado al fiestorro o se han hecho los suecos, suponiendo que los suecos admitan cosas de este calibre.

De esta forma se ha confundido fiesta y derecho a divertirse, con abusos ilimitados y contaminaciones de todo talante. Ser sordo en Granada va a ser un placer, como ya lo está siendo ser ciego –si no fuera por las barreras arquitectónicas- y hasta haber perdido el olfato.

Ciudades como éstas están necesitando gente sin sentido y sin sentidos. Aparte de los que nos gobiernan, que ya han dado muestra suficiente de la carencia de ellos, parece que los ciudadanos estamos abocados a esta extraña anomalía. Porque lo peor es que no estamos acostumbrando. Por eso cada vez hablamos más fuerte, nuestras voces se escuchan más allá de con quien conversamos, como si pretendiésemos que llegasen al cielo –por lo menos al quinto piso sí- y las discotecas, pubs y ahora barras de cruces pugnarán, en noble lid para llegar a lo más alto que puedan.

A mí, que me encanta la música, no la soporto fuera de contexto. Si tuviese toda la noche a la Filarmónica de Berlín, por ejemplo, interpretando a mis autores y partituras favoritas a la puerta de mi casa, como tengo todos los fines de semana al tío del tambor, estoy seguro que intentaría acallar a tan admirable conjunto sinfónico. No llamaría, por supuesto, a la policía municipal porque no me harían ni caso. Me limitaría a pedir que viniera el Festival Internacional de Música y Danza porque sería la manera más fiable de no volverla a escuchar por los siglos de los siglos. Voy a sugerirle al director del Festival a ver si contrata al tío del tambor para esta edición del cincuentenario y me lo quito de encima. Ruidos, destrozos urbanos, basuras, arbolitos tronchados, bancos –de sentarse, claro- aplastados, paredes pintarrajeadas... y alcohol a mansalva circulando de mano en mano demasiados jóvenes. A mí, personalmente, me importa un bledo lo que los jóvenes hagan con su hígado o con sus neuronas, lo que me importa es que no den la lata, porque su juventud no les da derecho a eso. Sería como tener patente de corso y privilegios que sólo tiene por ser hijos de papás. Seguro que a una concentración de Almanjáyar o algún otro barrio marginado no se le permitiría nada parecido en el centro de la ciudad.

A los que sí les debería preocupar esta situación, esta degradación, este embrutecimiento que, a la larga redundará en perjuicio de la sociedad, es a las autoridades que han estimulado y propiciado este absurdo. Ahora empiezan a preocuparse, a sentirse impotentes y empiezan a hilvanar una serie de medidas que, como siempre, llegan tarde, seguramente cuando el remedio es difícil.

Por eso, me temo, que nos toca acostumbrarnos. Y al igual que nos hemos acostumbrado a los ruidos, habrá que acostumbrarse al alcohol callejero, a las micciones furtivas y al destrozo del patrimonio. Cuando se acerca una fiesta ya no se nota demasiado. Todo va a seguir igual o casi igual que cada fin de semana. ¡Qué cruz!

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