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Granada, 29/4/2001

PUERTA REAL

Ruido

José Carlos Rosales

Me pregunto qué harán en el Ayuntamiento con aquellas ordenanzas antiguas que iban a erradicar el ruido
EL ruido nos altera los nervios, debilita y tritura nuestros tímpanos, entorpece el sueño o el descanso y hace imposible una conversación tranquila, un paseo provechoso, la reflexión o el pensamiento. El ruido enturbia seriamente nuestro humor y nuestro carácter, y a la entrada de algunas ciudades, de algunos bares y terrazas, debería figurar esa frase que figura en las cajetillas de tabaco: «Las autoridades municipales advierten que entrar o permanecer en este bar, o en aquella calle, dañará gravemente la salud». Quizá no serviría de nada y todos seguiríamos entrando en los bares ruidosos, en las calles repletas de tráfico y bullicio, de humo, de estruendo. Pero tal vez esa advertencia no sería del todo inservible y con el paso del tiempo, poco a poco, se iría creando una cierta conciencia ciudadana de que el ruido es reprobable, una de tantas torpezas dañinas, una torpeza más que sólo sirve para que otros sonidos ya no existan, se hayan convertido en objetos arcaicos, en piezas de museo.

Ya no es fácil sentir en nuestra ciudad el chillido de los vencejos cuando gritan y se persiguen alrededor de los campanarios. Tampoco es fácil notar el murmullo del viento ni el susurro pacífico de las fuentes de piedra. Imposible percibir, por las tardes, cómo se rozan las ramas y las hojas de los tilos de una plaza cuando el aire las mueve y zarandea, o escuchar el tañido de una campana, o las risas de una pandilla de niños jugando en medio de la calle. Todo eso ha desaparecido, hace ya mucho tiempo que esos sonidos están ocultos bajo el fragor del tráfico, bajo el ritmo machacón de las taladradoras, de las motillos infames, de las bravuconerías de los que sólo saben mostrar su energía a gritos y esconder sin esfuerzo el escaso ingenio que pudiera quedarles. Granada es la capital andaluza más ruidosa, según las últimas estadísticas: lo dicen los estudios de la Consejería de Medio Ambiente y lo padecen los vecinos de esta ciudad que un día fue tranquila y pequeña. Ya sé que cualquier tiempo pasado nos parece mejor, pero también sé que si abro la ventana mi habitación se inunda con el estruendo de los autos que cruzan esa torpe autovía que nos iba a traer el progreso y sólo nos trajo desorden y ajetreo, prisa sin causa.

El silencio no goza ya de buena prensa. Acabamos de salir de ese jolgorio bullanguero de la Semana Santa y muy pronto nos veremos rodeados de las sevillanas tronantes del Día de la Cruz, de la megafonía palurda del Corpus con sus casetas y su feria en el centro. Todo se nos ha vuelto un alboroto continuo, sin límites, sin horas. «¡Sólo el hombre hace ruido!», decía Alfonsina Storni en un poema memorable. Pero sólo en la ciudad de Granada se alcanzan esos niveles de ruido tan altos como inútiles. Me pregunto si tendrá algo que ver que la comarca con las rentas más bajas de Andalucía sea la zona más ruidosa de esta parte del mundo. Me pregunto qué harán en el Ayuntamiento con aquellas antiguas ordenanzas municipales que iban a erradicar el ruido de los bares y las motos. Me pregunto si en medio de tanto ruido se puede esbozar un pensamiento, una idea, si en medio de tanto ruido alguien puede alzar la voz y expresar un sentimiento, un deseo. Me pregunto si en medio de tanto ruido las honestas reivindicaciones de los más débiles podrán oírse cuando salgan a la calle el próximo martes, 1 de mayo. Me pregunto esas cosas, pero no sé quién -o qué- me podría responder.

JOSÉ CARLOS ROSALES

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