Madrid, 31/3/2003 OPINIÓN - COLABORACIONESRuidoPor JOSÉ MANUEL COSTAHace unos días me llegó el disco de uno de los pocos músicos españoles capaces de acercarse sin complejos a la electrónica experimental. Se trata de Javier Hernando y su «Hidro Parhelia» (Geometrik). El CD, como su anterior, «Luz Nacarina», se sitúa en una onda que puede alinearse con la utilizada por Oval, pero dotada de una delicadeza y una emotividad inhabituales. Escuchar la música de Javier Hernando es algo muy placentero pero que plantea algún problema. También sucede con otras. Son ese tipo de músicas que resulta casi imposible escuchar en casa sin que se vean interferidas por sonidos ambientales que pueden ir desde el maullido de un gato al golpear de un martillo. Polución sonora aún más pronunciada en zonas urbanas españolas. Los partidarios de la música clásica (sobre todo de las renacentista, barroca y clásica) llevan notando este efecto desde que se inventó la alta fidelidad. Conozco gente que sólo pone su disco de violas isabelinas o su concierto de flauta de Pergolesi bien entrada la noche y en un cuarto que no linde con el de la televisión de sus vecinos. Con el jazz primero y el pop-rock después, esta contaminación sonora no tenía tanta importancia. En primer lugar, los timbres tienden a ocupar todo el espectro de sonido y en segundo, son géneros donde el nivel de volumen suele ser más bien elevado y estable. Esto no sucede con otra músicas y la entrada en escena de una electrónica de orden experimental lo ha puesto aún más de manifiesto. Aquí podemos enfrentarnos a una onda sinusoidal pura (PanSonic), a pasajes que vienen desde -50db (Francisco López), a paisajes de sonido grabados en Nepal (Paul Paulun) o a músicas donde la «escucha profunda» (Pauline Oliveros) lo es casi todo. El problema se acrecienta cuando tomamos la música y la llevamos en nuestros Walkman o CD players. Es toda una experiencia ponerse a escuchar este CD de Javier Hernando en el metro. Por mucho que subas el volumen, resulta imposible despojar su sutileza de los miles de asaltos que te rodean. Esto no tiene mucho que ver con John Cage y su «apercibimiento» de los sonidos cotidianos. Es una plasta. Es cierto, existe ese invento llamado cascos cerrados. Pero la música, para ser verdaderamente sentida, necesita aire, espacio. Además, usar demasiado los cascos puede acabar en un tinitus. En fin, siempre nos queda la noche...
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