Madrid, 7/372003 A LA CÁRCEL, POR RUIDOSOM. MARTÍN FERRANDCOMO acredita la cultura popular, en España suele ser más el ruido que las nueces. Somos un pueblo gritón en el que la vida tiende a retumbar. Las fiestas se celebran con pólvora, las razones se defienden mejor con voces que con argumentos y, para muchos, la mejor charanga es la que con más fuerza redobla el bombo y el tambor. El murmullo tiene por aquí el desprestigio de la debilidad y, por supuesto, los altavoces y megáfonos merecen más respeto que la pluma. No sería insensato pensar que Estentor, el heraldo del que habla la Ilíada, capaz de gritar como cincuenta hombres juntos durante el sitio de Troya, no fuera griego sino paisano nuestro y prolífico en su descendencia. Digo lo del párrafo anterior para dejar bien claro que me molesta el ruido, me lastima, y que por ello me produce una gran y silente alegría que la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo le haya impuesto una condena de dos años y tres meses de prisión -aunque sea con la sordina de una petición parcial de indulto- al administrador de una sala de fiestas de Palencia, conocida con el nombre de «Chapó», especializada en la producción de sonidos próximos a la música bacalao, que no dejaba dormir ni vivir a sus vecinos. Estamos todos tan abstraídos en los grandes asuntos, desde el terrorismo o el paro a la guerra de Irak, que los pequeños problemas de la vida cotidiana se nos pasan por alto, o por bajo; pero en ellos está la calidad de vida de las personas, en ellos reside eso tan inconcreto y necesario que definimos con la palabra bienestar. Es oportuno recordarlo ahora, cuando ya se vive la tensión de las próximas elecciones municipales. Desde 1996, en que se registran las primeras protestas de los vecinos de «Chapó», la sala ha conocido visitas reiteradas de la policía urbana, multas y advertencias e, incluso, una sentencia condenatoria de la Audiencia de Palencia. Ha sido necesario llegar al Supremo, tras seis o siete años de penoso camino, para que caiga sobre los desaprensivos propietarios de tan estruendoso lugar de esparcimiento una sentencia rotunda y sancionadora. En todo ese tiempo y dando por irremediable la exasperante lentitud de la justicia en España, ¿no ha podido el Ayuntamiento adoptar alguna medida eficaz para interrumpir la tortura -y no es excesiva la palabra- de unos vecinos empachados por el bacalao sonoro? La condición ruidosa de nuestra convivencia urbana, en la que caben cohetes y bailongos de madrugada al aire libre, botellones no erradicados, televisores en despliegue de audio hasta horas avanzadas y hasta sesiones nocturnas de bricolaje, suele ser tolerada por los Ayuntamientos; pero en ellos está la clave de una exigencia cívica que, seguramente, no prosperará dado que quienes protestamos por el exceso de los ruidos lo hacemos en voz baja, como es natural. En esto la ley del más fuerte pasa a ser la del más chillón y bullanguero y, sólo por eso, ya lleva las de ganar.
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