APUNTES PARA UNA SOCIOLOGÍA DEL RUIDO

©Artemio Baigorri (Reproducido de http://www.unex.es/sociolog/BAIGORRI/papers/ruido2.pdf con permiso del autor)

Ruidos.org

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V Congreso Español de Sociología - Granada, 1995, GRUPO 30. SOCIOLOGÍA DEL MEDIO AMBIENTE, Sesión 2ª. Análisis de problemas medioambientales. Un ensayo más amplio y documentado sobre esta cuestión se incluyó, como ponencia inaugural, entre la documentación de las Jornadas El ruido en la ciudad, organizadas por la Federación Española de Municipios y Provincias (Cáceres, 1992).


 

INTRODUCCIÓN Y RESUMEN

La sociología del Medio Ambiente es una especialidad nueva. Ni siquiera está claro que sea otra cosa que un aspecto más de una renovada Ecología Humana, como Ecología Social; pero no es el objeto de esta comunicación el discutir sus fundamentos. En cualquier caso, si quiere desarrollarse con cierta autonomía, debe atender a más aspectos de la realidad social que el denominado impacto ambiental, que ya constituye un sector profesional con fuertes barreras disciplinarias establecidas desde la eco-biología y la ingeniería. Por ello una de las principales y más urgentes tareas que debe asignarse es, además de constituir un corpus teórico propio, la de detectar nuevos campos de acción, espacios sociales en los que su aplicación pueda ser de utilidad. Discutir sobre uno de estos posibles campos de acción, el ruido, es el objetivo de esta comunicación.

De entre los problemas medioambientales provocados por la civilización industrial, el ruido es el primero que hizo su aparición, y de los más presentes de forma cada vez más generalizada en el espacio. Sin embargo, sólo en los últimos quince años la preocupación por el ruido como agente contaminante ha llevado a su estudio.

Primero y esencialmente desde una perspectiva biomédica, en busca de impactos fisiológicos y psíquicos sobre el ser humano. Simultáneamente desde una perspectiva tecnológica, a la búsqueda de mecanismos tecnoeconómicos que permitan la reducción de ruido en los artefactos de los que los humanos nos rodeamos. Y luego desde una perspectiva jurídica -a la búsqueda de la definición de umbrales admisibles, con el fin de adaptar las ordenanzas locales o laborales-, y sobre todo represiva o policial.

Sin embargo ni la Sociología ni la Psicología Social se han ocupado de un fenómeno que se caracteriza, justamente, por su condición de hecho social. Las autoridades se preocupan por el ruido cuando surgen conflictos locales más o menos graves. Es decir, se preocupan por el daño, psíquico o fisiológico, que el ruido generado por unos ciudadanos al vivir, producir o divertirse, puede infligir a otros ciudadanos. Ahí tenemos un hecho social, y la razón de la necesidad de una perspectiva sociológica. Mi intervención intentará aportar algunas luces, fundamentalmente teóricas, sobre la materia, para animar a la realización de estudios empíricos que permitan construir una Sociología del Ruido.

UNA DEFINICIÓN DEL RUIDO

Una definición tradicional del ruido sería la de "sonido (o conjunto de sonidos) inarticulado y confuso más o menos fuerte". Preocupaba a los ingenieros industriales, pues en sus máquinas aparecía de modo permanente, pudiendo afectar incluso a su funcionamiento. Pero se asumía que no puede reducirse por debajo de ciertos límites, y que un buen diseño sólo asegura un funcionamiento eficaz en presencia de ese ruido irreductible.

Se sabía también que tiene una influencia importante en el hombre, y existen trabajos de psicología clínica sobre ello. Lo han corroborado los neurólogos modernos, que afirman que los sonidos suponen el 70% de los estímulos que recibe el cerebro. Sólo podemos tocar una cosa a un tiempo con conciencia del tacto (dos como máximo, y con dificultad, si usamos las dos manos), y únicamente podemos mirar en una dirección, mientras que nuestros oídos captan sonidos en todas direcciones.

Ahora entendemos el ruido como "un sonido carente de cualidades musicales agradables o un sonido que no es deseado por una persona determinada en un momento dado. Es un sonido irritante, perturbador, molesto y, algunas veces, en función de su intensidad, dañino para el oído". La electrónica lo definió como todo factor que distorsiona la calidad de una señal. Y los primeros científicos de la información asimilaron al concepto de ruido todos aquellos elementos que interfieren en la correcta transmisión del mensaje entre emisor y receptor, así como en el proceso de feedback. Incluso delimitaron dos conceptos distintos: el de ruido como interferencia, y el de redundancia como exceso de elementos informacionales. De hecho, a menudo el ruido en las ciudades es más bien exceso de señales que interferencias.

Para que podemos incluir el ruido como un problema social debemos verlo como algo más que un efluente indeseado de la producción industrial. Debemos entenderlo como un efluente de la propia vida social, pues como veremos en todas sus manifestaciones la vida social produce ruido.

SOBRE EL SIGNIFICADO DEL RUIDO

Si interrogamos a quienes nos han venido desentrañando el sentido de la vida, hallamos dos grandes subterráneas nítidas: una que sataniza el ruido y otra que lo exalta. La más importante es sin duda la primera, que proclama la preferencia del espíritu, especialmente del espíritu elevado, por el silencio. Puede rastrearse en los estoicos y en los místicos (lo mismo en los budistas que en el Zen o en las corrientes judeocristianas). Agustín de Hípola ilustra a sus fieles en Las Confesiones con el ejemplo del santo obispo Atanasio de Alejandría, que tenía mandado al cantor de los Salmos que los cantase con tan baja y poca voz que más pareciese rezar que cantarlos.

Pero el problema no debía ser muy importante en el siglo IV, cuando vivió San Agustín. Es en la edad moderna, al inicio de la Revolución Industrial, cuando percibimos una preocupación más explícita. A partir del siglo XVII las recomendaciones de los filósofos, como casi siempre las de los moralistas, más insistente cuanto más pesimista respecto del ser humano sea su pensamiento, han ido en la línea de exhortar a los hombres a guardar silencio para no parecerse a las bestias. Escribía Schopenhauer que "el ruido es una tortura para los intelectuales, y la más impertinente de las perturbaciones", y proponía que "la cantidad de ruido que uno puede soportar sin que le moleste está en proporción inversa a su capacidad mental".

Pero si la aceptación de elevados niveles de ruido es signo de estulticia, si sólo el silencio nos acerca a la perfección del Ser Supremo, ¿qué visión se deriva al observar nuestras modernas sociedades, las grandes ciudades que hoy acogen ya a la mayor parte de la población del planeta?. ¿Somos más tontos que antes, tal vez incluso menos humanos?.

Para los críticos de la llamada sociedad de masas parece que sí. Marcuse afirmó que "las condiciones de aglomeración y estrepitosidad de las sociedades de masas provocan en el individuo todo tipo de frustraciones, represiones y miedos que se resuelven en auténticas neurosis". El capitalismo nos precisaría aturdidos, pues de otro modo seríamos incapaces de soportar esta sociedad demencial, irracional e injusta. No podríamos atender siquiera a las necesidades productivas del sistema, y el ruido sería así casi como una droga.

Simmel había hablado de la estrepitosidad al describir la vida en la gran ciudad moderna de principios de siglo, como el reino del cada uno para sí, jungla de competencia feroz. Influyó en aquella película de Fritz Lang, Metrópolis, en la que, aún siendo muda, el ruido está omnipresente. Ideas de ambición faústica, revuelta demoníaca, expectativas defraudadas, egoismo paralizante que degenera en suicidio. Es el agresivo medio ambiente urbano que la literatura sociológica, de Engels al propio Simmel, describe desde mediados del siglo XIX hasta al menos el primer cuarto del XX.

En realidad no es difícil percibir un cierto pesimismo aristocratizante en estos críticos de las sociedades modernas. Una cierta nostalgia de sociedades que, en realidad, sólo eran bucólicas para una minoría. Un pesimismo similar al que notamos en los primeros ambientalistas, como René Dubos, para quien "la necesidad de tranquilidad constituye una auténtica necesidad biológica", o el pionero del conservacionismo Curry-Lindhal, para quien "la contaminación por ruido es una lamentable, e irremediable, característica de nuestra civilización técnica". A poco que ahondemos, en esta línea de pensamiento el ruido lo provoca directamente el demonio para los moralistas, el complejo urbano-industrial para otros, el capitalismo, Satán en suma que, en el poema de Blake, produce las ruidosas fábricas que inauguraban el siglo XIX: "Oh, Satán, mi más joven retoño, tu trabajo es la muerte eterna con fábricas y hornos y calderas...". En el fondo no es siquiera el demonio, sino el pueblo, más exactamente el populacho, esa masa ruidosa que asustaba a Tarde, por su insaciable deseo de alcanzar los bienes de consumo de las clases superiores, por su primitiva forma de divertirse, o simplemente por su impenitente costumbre de organizar revoluciones y algaradas. En suma, el ruido es una consecuencia del movimiento, del cambio social, y el cambio social es percibido como una regresión, una amenaza de contornos imprecisos.

Por el contrario, los profetas de la modernidad han visto en el ruido el símbolo unívoco del progreso. Toda la mitología moderna descansa sobre el ruido vital de Prometeo encadenado, luchando entre aullidos contra el águila que le devora las entrañas. Ese Prometeo que transmite a los hombres el conocimiento de la Naturaleza, y sobre todo el fuego, el primer instrumento para dominarla. El silencio representa la muerte, el ruido nos demuestra que estamos vivos, que avanzamos. En las películas españolas de los años '60 los directores se esforzaban por hacer que Madrid pareciera una ciudad estrepitosa, ruidosa, para demostrar que también en España teníamos modernidad. El propio universo, según estas mitologías modernas, se habría iniciado nada menos que en un big bang, una gran explosión. Tom Wolfe, cronista de la modernidad electrónica, captó la esencia de la adoración por el ruido, con descripciones como ésta: "En el automóvil que alquilé no podía apagarse la radio de ninguna forma. Es como si existiera un temor colectivo de que alguien, en algún lugar, permanezca un minuto entero en el blanco de la nada".

Esta modernidad electrónica tienen también sus profetas, como McLuhan y su propuesta de que "las prolongaciones tecnológicas del hombre, con sus consiguientes ambientes, son la zona principal en que se manifiesta el proceso evolutivo". Al fin y al cabo, ¿cómo concedir el progreso sin ruido?. Y si las máquinas producen un ruido inevitable por debajo de cierto nivel, ¿cómo no ha de producir ruidos infinitos la gigantesca máquina social rodando a toda velocidad?. Toffler animaba a la ciudadanía a la adaptación, "ayudar a la gente no sólo a sobrevivir, sino también a remontarse sobre las olas del cambio".

¿Es posible una síntesis dialéctica de estas dos líneas de pensamiento tan contrapuestas, que nos permita encontrar un camino, entre la satanización y la sacralización del ruido, hacia un conocimiento y control racional de este fenómeno?. Desde luego, deberemos atender a esa doble perspectiva al enfrentarnos a la problemática del ruido como hecho social, pues sólo de este modo podremos atender a los intereses de todas las partes implicadas.

El riesgo de demonizar el ruido es doble. De un lado, contribuímos con ello a elevar, en vez de a derruir, el muro que nos separa de los otros, de ellos, pues siempre es un ellos quien provoca ruido. Y de otra parte al demonizarlo lo estamos transmutando en castigo, en pena, generando así una contradicción: pues estaría al malvado (productor de ruido) castigando al justo (consumidor pasivo de ruidos ajenos). Por lo demás, como escribía Ernest Callenbach en Ecotopía, "es difícil habituarse al silencio. Probablemente esta quietud perturba mi paranoia de neoyorquino condicionado por los sonidos de los claxons y los chirridos de los neumáticos (...) En el campo se espera silencio. Pero aquí, en una metrópolis, ¿cómo harán los ecotopianos para soportar el silencio?".

FUNCIONES SOCIALES DEL RUIDO

Definamos el ruido desde una perspectiva sociológica, dinstiguiendo en una clasificación simple entre ruidos naturales (in-humanos) y ruidos humanos (producidos por el hombre).

Los ruidos in-humanos, producidos por la naturaleza, desde el trueno al aullido de la bestia, son signos de peligro. Forman parte de los miedos y terrores atávicos de la especie, y han forjado la psicología profunda del ser humano. Pero después de miles de años hemos aprendido a vivir con ellos, incluso los imitamos para asustar a nuestros semejantes.

En cuanto a los ruidos humanos, debemos distinguir nuevamente entre ruidos metabólicos y ruidos estructurales. Los primeros, producidos por el metabolismo del hombre, son ruidos en tanto sonidos inarmónicos no deseados, pero difícilmente pueden llegar a ser dañinos para el oído. Su carácter de ruido viene dado por el componente cultural, e incluso hay una gran variabilidades cultural en su apreciación. Aunque también deberíamos considerar como ruidos metabólicos los derivados de la interrelación necesaria, sin la cual no podría hablarse de sociedades humanas: son esencialmente los producidos por la comunicación interpersonal, y es nuevamente la cultura quien les otorga o no el carácter de ruido; de ahí que los denominemos ruidos protocolarios. Cada cultura acepta un nivel sonoro en la interrelación cotidiana, de forma que lo que una cultura considera obligaciones protocolarias, otra los considerará comportamiento ruidoso. Y si los ruidos metabólicos propiamente dichos generalmente quedan circunscritos a espacios muy reducidos, los ruidos metabólicos protocolarios traspasan el espacio vital propio y alcanzan el de los vecinos. Cuando diferentes culturas conviven en el espacio de un barrio, o una ciudad, y las interrelaciones protocolarias se dan no sólo entre individuos o familias, y dentro de un espacio privado, sino entre grupos más amplios y en espacios públicos el problema se amplía. Pues el ruido no aumenta en proporción aritmética con el crecimiento del grupo productor, sino que se dispara en proporción geométrica. En nuestras ciudades esto deviene en conflicto, por cuanto afluyen a ellas masas procedentes de pueblos distintos, con diversas costumbres y modos de relación; y porque la ciudad moderna lleva incorporadas extensiones tecnológicas en la interrelación (la música electrónica es imprescindible en las celebraciones de grupo), a la vez que una reducción del espacio vital sónico por la deficiente calidad de nuestros edificios, mal aislados térmica y acústicamente. El problema se agudiza cuando esas culturas tan radicalmente distintas deben convivir en el mismo bloque. Todos conocemos familias que viven amargadas, y se mudan de vivienda no por el ruido del tráfico o del ferrocarril, sino por la molestia permanente que, día y noche, les causan los ruidosos vecinos de arriba o de al lado. Lo cual muestra el subjetivismo que rodea todo lo relacionado con el ruido: lo que para unos es molestísimo ruido, para otros es música celestial, símbolo de feliz convivencia.

Esto se manifiesta especialmente en el caso de la convivencia entre la subcultura de la juventud y la subcultura de la madurez, que ha convertido al ruido en un problema social de primer oden.

Más allá de los tópicos sobre el enfrentamiento generacional, la realidad es que nos encontramos frente a necesidades materiales, hábitos y normas de relación esencialmente distintas. Estas normas entre los jóvenes parecen ser esencialmente ruidosas, mientras que entre los adultos son, salvando las diferencias étnicas, circunspectas y generalmente silenciosas. Y naturalmente en el caso de la juventud el ruido protocolario se dispara porque los procesos de interrelación se dan a niveles ampliados. Por muy diversas que sean las subculturas de procedencia, todos se encuentran en un espacio físico común de relaciones. Y ese crecimiento geométrico del ruido, directamente proporcional al tamaño del grupo, deviene entonces en un conflicto social.

La socorrida percepción de que las sociedades de consumo de masas conducen al aislamiento, la soledad y el individualismo contribuye al diagnóstico, pero no resuelve el problema. Parafraseando el teorema de Schopenhauer, podríamos estimar como hipótesis que la producción de ruido protocolario por parte de los jóvenes es directamente proporcional al individualismo imperante en la sociedad. Pero también deben tener su influencia, en este tipo de comportamientos, los resíduos culturales de la exogamia en los barrios, que hace necesarios espacios de diversidad para el proceso de búsqueda de la pareja (papel que cumplen, en las áreas rurales, las pequeñas ciudades o agrópolis).

El problema en este sentido es doble. De un lado, la cultura dominante de los adultos ha hecho que los fenómenos de interrelación juvenil sean incluídos en la categoría de ocio, para poder criminzalizarlos sobre la base de la moral calvinista dominante. Pero el ocio es el tiempo libre de que dispone un individuo una vez cumplidas sus obligaciones laborales y sociales, y que el individuo emplea en actividades que sólo dependen de su propia voluntad: ir al cine, al teatro, a un concierto, a hacer deporte, de excursión... Pero lo que los jóvenes hacen durante el fin de semana es también, en buena parte, atender a lo que son obligaciones sociales (aprender a interrelacionarse, integrarse en la sociedad adulta, conocer a una pareja para crear una familia que preserve la sociedad establecida...), en suma ritos de iniciación, aunque no sean obligaciones laborales, ni siquiera directamente productivas. Lo que para un sector de la sociedad (especialmente si habita en los espacios utilizados por los jóvenes) se trataría de una especie de Sabbat demoníaco, en el que los jóvenes se entregan a todos los excesos con la manifiesta intención de amargar la noche al resto de los ciudadanos, y que en consecuencia sólo mediante la represión (paternal, o policial) puede corregirse, es pues algo por un lado mucho más simple (sencillamente son relaciones en el marco de otra cultura, eso sí minoritaria), y a la vez mucho más complejo (pues se trata de actividades necesarias para la preservación de la propia cultura dominante).

La segunda parte del problema es que nos hallamos con una situación que crea un círculo vicioso, dadas las características de la sociedad de masas, pues el ruido propio es necesario para protegerse del ajeno. El mejor ejemplo nos lo da el automóvil, donde basta meterse y poner la radio para que los decibelios de producción propia, mejor tolerados psicológicamente aunque más dañinos fisiológicamente, nos protejan de la masa de ruido del tráfico exterior. Del mismo modo los jóvenes precisan del ruido tribal para facilitar su desinhibición y poder relacionarse, pero a su vez necesitan crear en su entorno un caparazón lo suficientemente ruidoso como para que el ruido protocolario y desinhibidor ajeno no les impida la comunicación con los suyos. La Psicología Social, como ciencia auxiliar de la Sociología del Medio Ambiente, creo que tiene mucho que investigar en torno a esto que denominaría el caparazón acústico.

Por todo ello, y entramos con ello en algunas aplicaciones posibles de una sociología del ruido, seguramente el pretender resolver el conflicto de fin de semana entre ciudadanos jóvenes ruidosos y ciudadanos maduros durmientes mediante la represión es, además de injusto, un grave error. No sólo por los violentos conflictos que ello provoca, como ya se ha comprobado en varias ciudades, sino porque se imposibilita la satisfacción de necesidades sociales y se facilita la desintegración social. Por el contrario, la solución de esta contradicción de intereses pasa por algún mecanismo que permita la satisfacción de ambas partes, adaptando para ello las ciudades, que como artificios humanos son más fácilmente modificables que las costumbres o la personalidad. En este sentido se ha planteado como alternativa la creación de espacios de diversión nocturna fuera de las áreas residenciales, aunque ello conlleva otro tipo de problemas. La sociología puede prestar aquí un papel muy importante, pero desgraciadamente sólo se atiende a los ingenieros que miden el ruido, a los arquitectos que diseñan los espacios de ocio bajo criterios estéticos y económicos - pero no psicosociales-, a los juristas y a los policías. Junto a la alternativa de la especialización espacial, la sociología puede estudiar también los valores que es preciso introducir en la enseñanza para preparar a los futuros ciudadanos para la tolerancia en ciudades -y ya también pueblos- culturalmente complejos y variopintos. Recuperar un concepto de urbanidad -nunca sería mejor expresado que ahora, como conjunto de normas que ayuden a desenvolverse en la civilización urbana- es otra alternativa a estudiar por la sociología aplicada, no sólo en relación con el ruido sino asimismo con otros problemas medioambientales.

Vayamos ahora a los que hemos denominado ruidos estructurales, de los que el catálogo es hoy casi infinito. Distinguiremos entre los generados por el aparato productivo de las ciudades y los producidos por su metabolismo.

Los primeros van poco a poco desapareciendo, a medida que las actividades industriales van saliendo (presionadas por el precio del suelo y las necesidades de transporte) del centro de las ciudades. Aunque algunos urbanistas siguen reivindicando que dicha salida -como la del ocio nocturno- empobrece estas áreas y las degrada, la población que sufre estas actividades no suele ser de la misma opinión. En cuanto a los ruidos producidos por el metabolismo de las ciudades, son de nuevo ruidos que varían con las culturas y las civilizaciones. Y en este sentido habría que romper el mito de las antiguas ciudades silenciosas, pues según hemos visto una de los componentes principales de una gran ciudad es el ruido. Pensemos en las antiguas calles empedradas, sobre las que golpeaban los cascos de los caballos y las ruedas revestidas de hierro de los carruajes, en el arrastre de materiales para la construcción de lo que hoy consideramos monumentos, en el griterío de los mercados, en las campanas de la numerosas iglesias -aunque el sonido de las campanas es un sonido musical, la sinergia con los otros ruidos ambientales incrementa la potencia de estos últimos. El lamento por ese medioambiente lo hallamos ya en Séneca, y en uno de los primeros poetas en castellano, que se lamenta "del mundanal ruido". Lo que tal vez constituya una diferencia en las ciudades antiguas es que dentro de las casas, de gruesos muros de piedra o tierra, o más lejos aún de la calle en el huerto, bajo los árboles, había un refugio del ruido ambiental. Mientras que en nuestras ciudades sólo recientemente se han introducido aislantes acústicos eficaces, y sólo en las viviendas de lujo.

En las ciudades modernas construcción, tráfico y limpieza son los agentes productores de ruido más importantes. Un primer paso es distinguir entre ruidos funcionales y disfuncionales, esto es aquéllos que, aunque originariamente respondían a una función determinada, han quedado vacíos de contenido, sea por la transformación de la función o por la aparición de un órgano alternativo que la satisface. Son ruidos en los que ni el legislador ni el represor suelen reparar, porque se consideran entre los que calificábamos como naturales de la interacción social, consustanciales a la propia vida de la sociedad. Citemos como ejemplo los teléfonos en las paradas de taxis, extremadamente molestos por la noche -especialmente cuando no hay taxis- y totalmente anacrónicos, por cuanto las agrupaciones de radio-taxi cumplen mejor esa función -de hecho están ya desapareciendo. O las alarmas en los coches, funcionales cuando había pocos y la presencia de serenos y policía se extendía a toda la ciudad, pero anacrónicas cuando los ladrones las desactivan en segundos, y nadie va a ocuparse -aunque sí molestarse- por el hecho de oir en medio de la noche una alarma que ha podido activarse por cualquier otra causa; además, los candados y cadenas como protecciones disuasorias, y los inmovilizadores electrónicos, cumplen mejor esa función de protección.

Por lo demás, posiblemente el ruido más disfuncional y anacrónico sea el del propio tráfico. Es evidente que el tráfico rordado privado no cumple hoy la función que se le atribuye -trasladarnos con rapidez y eficiencia de un lugar a otro de la ciudad- y además tampoco deja cumplir su función al tráfico rodado público. En realidad podrían prohibirse sin mayores problemas técnicos los vehículos privados, a ciertas horas, en la mayor parte de las áreas de las ciudades, pero estamos nuevamente frente a un problema que suele tratarse exclusivamente desde la ingeniería, nunca desde la sociología. La función de desplazamiento sigue estando plenamente vigente en nuestras sociedades, aunque la tendencia sea a reducirse; pero no existe problema serio en que sea otro (el transporte público y el transporte metabólico, esto es las piernas, que por otra parte reduciría el consumo de sanidad) el órgano que la realice. La sociología del medioambiente, la sociología del conflicto, la psicología social y la sociología de la opinión pública deben decir mucho al respecto.

Entre los ruidos provocados por actividades plenamente funcionales, sin duda los más importantes derivan de la construcción, el transporte público en todas sus formas y la limpieza. La construcción y reconstrucción de la ciudad, especialmente los procesos de recuperación y rehabilitación de los centros urbanos, provocan problemáticas insuficientemente tratadas hasta hoy. Los ruidos que las obras producen durante meses en los edificios de viviendas cercanos rara vez han sido considerados en toda su magnitud. No se trata del problema puntual de la apertura de una zanja con un martillo neumático, sino de la general falta de respeto -dadas las condiciones de trabajo en las pequeñas empresas constructoras que se ocupan de estas tareas- de horarios de trabajo y a veces de días festivos, para poder cumplir los plazos de entrega. El diseño de ordenanzas locales que regulen horariamente estas actividades exige el análisis de las costumbres y modo de vida de la población, en lo que se refiere a tiempos de ocio y de descanso -horarios de sueño, de siestas, de descanso infantil... Ya existen ciudades, por ejemplo, que imponen fuertes multas a las empresas constructoras que no respetan la hora de la siesta. No es una mera anécdota, sino un ejemplo paradigmático del tipo de contradicciones entre desarrollo y calidad de vida que la sociología del medio ambiente, ecología social o como queramos denominarla, puede ayudar a resolver.

En lo que se refiere al transporte público, se plantean importantes cuestiones, como los costes y ventajas de sustitución masiva de los motores de combustión por los eléctricos; los presupuestos sociales y urbanísticos que condicionan la reintroducción de sistemas más eficientes como el tranvía; o el recrudecimiento del debate nuclear que todo este tipo de medidas podría suponer.

En el caso de la limpieza y la evacuación de resíduos sólidos el problema tampoco es tecnológico, sino socio-ecológico. No es una vanalidad decir que con el paro existente podrían estar nuestras ciudades como los chorros del oro, sin necesidad de recurrir a ruidosas barredoras mecánicas. Son cuestiones, ciertamente, muy delicadas de plantear, como casi todas las que plantea la sociología cuando desciende de lo obvio a lo latente. En cuanto al ruido provocado por la recogida de la basuras (que genera un buen porcentaje de las denuncias por ruido en nuestras ciudades), es evidente que el actual sistema de recogida no selectiva y compactación simultánea supone un derroche de ruido y de energía, cuando las experiencias de recogida selectiva muestran que a los beneficios comprobados en el campo económico del reciclaje se suma una disminución del ruido provocado por la recogida, al reducirse la cadencia de paso de los camiones compactadores.

Por último, y son ya elementos suficientes que justifican una sociología del ruido, quiero hacer siquiera mención de la necesidad de atender en el futuro al que podemos llamar ruido visual, con un esfuerzo equivalente al dedicado al ruido sonoro.

Creo, en suma, que la sociología puede cumplir un importante papel en la tarea de compatibilizar el desarrollo económico y social y la calidad de vida, así como en la superación de los conflictos de interés que se producen en la convivencia entre culturas diversas en nuestras sociedades desarrolladas.


 

 

 

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