Impunidad

Ruiz Molinero
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El botellón

Reflexiones sobre la marcha

(Publicado en IDEAL de Granada el 1 de Octubre de 2000)

Cuando clamábamos por la falta de libertades, haciendo entre todos, en las medidas de las fuerzas y el puesto de cada uno, causa común por la sustitución de un régimen totalitario por otro donde el Estado fuese realmente no sólo de hecho, sino de derecho, estábamos de acuerdo en que esas libertades eran individuales y comunes, pero que para garantizarlas no sólo eran necesarias reformas institucionales, sino la aplicación de unas normas de convivencia vitales, sin cuyo respeto colectivo no había nada que hacer.

Es posible, sin embargo, que salidos de un régimen represivo se tendiese a ver todo tipo de fuerza o poder coercitivo o arbitral como un remedo del pasado, donde cualquier manifestación de libertad era objeto de persecución severa, por lo que hubo excesivo miedo en potenciar cualquier cosa que pareciese represión.

No se cayó en la cuenta de esa premisa elemental que la libertad de uno termina donde empieza la de los demás y, por eso, hemos hecho entre todos no una sociedad de libertades "no sólo eso, que no es poco, desde luego", sino una sociedad de impunidades, lo cual, ciertamente, es tan antidemocrático como la otra.

Hay algo muy grave en una democracia cuando se extiende la convicción de esa impunidad generalizada.

Incluso el terrorismo aparece, en no pocas ocasiones, disfrazado de una causa política y no son pocos los que lo defienden o lo toleran. Si no fuese por las detenciones que hace, de vez en cuando, la policía francesa, pocos éxitos, en realidad, se ha conseguido en España en la lucha contra el mismo.

Tampoco parece que los grandes crímenes hayan sido resueltos inmediatamente y no pocos autores están al poco tiempo en la calle. Hay una larguísima lista de casos irresueltos, a algunos de los cuales se han dado carpetazo. Algo parecido ocurre con no pocas actitudes incívicas, estafas colectivas, agresiones a la salud - el caso de la colza es bien expresivo de esta calamidad -, catástrofes por imprudentes colocaciones de campings, instalaciones públicas en mal estado - hace poco un niño francés moría electrocutado en un albergue público al manipular una máquina de refrescos -, alimentos mal conservados, puentes mal construidos, y un larguísimo etcétera donde la cosa acaba olvidándose y todo queda en agua de borrajas, menos las víctimas que sólo quedan en el recuerdo de sus allegados.

Si nos vamos al terreno político, constamos que las mayores aberraciones, los atentados contra el paisaje, el medio ambiente o el bolsillo de los contribuyentes gozan de la máxima impunidad. ¿Qué nos está costando la chapuza de la A-92, el esperpéntico asunto del Rey Chico, las obras públicas mal terminadas, en cualquier rincón de una ciudad o un pueblo cercano? ¿Han dado cuenta alguna vez los responsables políticos y técnicos de tantos desaguisados?

La impunidad lo envuelve todo. Desde las cosas más importantes a las más nimias.

Así cualquier jovenzuelo beodo puede berrear hasta el amanecer debajo del balcón de cualquier vecino, mearse en su portal, destrozar jardines, árboles, señales, bancos o pintarrajear paredes y hasta monumentos que nadie le pedirá cuentas de sus actos. Y aunque todos sabemos que esto es un problema básicamente de educación, tampoco estaría de más que a esa gente que no hemos sabido educar o a la que hemos hecho a nuestra imagen y semejanza, se le aplique castigos lo suficientemente explícitos para que su actitud antisocial no quede impune.

Que unos jovenzuelos, aunque sean universitarios y niños de papá, tuviesen que reponer, con herramientas de trabajo adecuadas, jardines destrozados, fachadas pintarrajeadas o mobiliario destruido, amén de ordenarles limpiar, como prolongación del botellón, la zona maltrecha, hasta dejarla hecha una patena, en vez de dedicar a quitar la mierda que han dejado cantidades millonarias que salen de nuestros bolsillos, no sería mala solución, en vez de esas medidas que suenan a cachondeo de prohibirles beber a no sé cuántos metros de las zonas habitadas, lo que significa tener a un equipo de medidores con cintas métricas para saber si el chico que empina el codo está centímetro más o menos del lugar prohibido.

En fin, si la sociedad, a todos los niveles, no se dota de medidas - legislativas, educativas, policiales, judiciales, etc. -, y elementos que defiendan a la gente normal de la impunidad de tantos energúmenos que, a distintos niveles, pululan a sus anchas por ella, mal camino llevamos.

Porque amén de la irritación que provoca que un desalmado coloque una bomba o descerraje un tiro en la sién a cualquiera que no comulga con sus ideas, que se pueda matar o agraviar a la compañera sentimental, que se pueda abusar de una asalariada, que pueda construirse una carretera que no dura un año, un puente o una casa, que corporaciones y políticos en general puedan lucir su incompetencia a costa del dinero de los demás, o que cualquier energumenillo de buena familia tenga licencia para emborracharse, mearse en las calles, pintar y destruir monumentos, arrasar jardines y dejar hecha una porqueriza la ciudad - apropiada, desde luego para él o para ellos, pero no para el resto de los habitantes de la misma -, yéndose tan pancho a su casa a dormir la mona, queda la peligrosa y descorazonada convicción de que todos y cada uno de esos actos permanecerá en la impunidad más absoluta, lo que, además de un agravio comparativo demasiado escandaloso contra los que siguen unas mínimas normas de comportamiento cívico, es un elemento gravísimo de desmoralización de una sociedad.

Ruiz Molinero

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